Allí donde había frescura, ingenio, sarcasmo y risas, ahora encontramos desgaste, reiteraciones, humor a cañonazos y tímidas muecas que nunca llegan a prorrumpir ni en una tímida risita. El tiempo no parece haber sido el mejor aliado de Stiller, y lo que en 2001 era todo un derroche de originalidad por parte del ecléctico actor y director, ahora parece más un intento desesperado —muy desesperado— de rascar dólares a la taquilla.
Lo que resulta surrealista hasta límites insospechados es que alguien en su sano juicio haya creído en algún momento —y alguien ha debido hacerlo, digo yo— que tamaño esperpento carente de gracia podría llegar a ganarse las simpatías del mismo público que, a través del boca a boca, terminó por convertir a lo largo de quince años a un filme de moderado éxito en uno de culto.
Nada hay aquí, NADA, que indique que ese público vaya a poder abrazar de la misma manera la sarta de estúpideces que se suceden sin solución de continuidad en un filme del que sólo se salvan algunos hitos puntuales que, por supuesto, no justifican de ninguna forma el pago de una entrada; no cuando a las puertas de la entrega de los Oscar hay tantas opciones en la taquilla que realmente sí valen la pena.
Y si no se puede, es por una sencilla razón: allí donde la primera entrega era un producto original y por momentos refrescante que (de)molía a palos a las muchas sinrazones que rodean al mundo de la moda, esta muy tardía —y trasnochada— secuela fracasa de forma atronadora por querer colarnos la misma jugada actualizada a las idiosincrasias del mundillo tres lustros después. Huelga decir que no sólo es que no lo consiga, es que en el intento termina por acabar con la paciencia del espectador.
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